Fragmento del relato "Malebolge".

Posted by Eduardo Flores | Posted in , , | Posted on 11:02

Yo he sido una espada en la mano, yo he sido un capitán en las guerras, yo he sido un farol en un puente, yo estuve encantado cien días en la espuma del agua, yo he sido una palabra en un libro, yo he sido un libro en el principio”

Taliesin, poeta galés del siglo VI.


Corro a la desesperada. Una huida urgente hacia algún tipo de refugio mientras los proyectiles, van dibujando tras de mí una estela polvorienta a la que no puedo dar nombre. Y vuelvo a sentir una vez más, cómo no, el sabor sanguinolento que me sube acelerado desde el pecho. Ya a cubierto miro esta nueva indumentaria. Reconozco todo este material creado para segar la vida y para salvaguardar la mía propia. Una vez más he de ser rápido en adaptarme a una situación del todo incomprensible. Si quisiera podría dar nombre a todo lo que me rodea: a las armas que porto, aún sin la destreza debida; este casco, más ligero incluso que el anterior a que me vi obligado a usar. Puedo decir que es un fusil de asalto M-16 lo que me cuelga de la cinta que me abraza la espalda. Puedo decir también que el terreno es muy seco. Un tipo de poblado en mitad del desierto, cercano al mar. Siento en el aire su caricia harto ya conocida de otros lugares en el que, como en este mismo, me veo en la difícil situación de sobrevivir al combate. No conozco –al igual que en otras ocasiones- cuál es la razón por la que me encuentro aquí escondido, tras una escapada presurosa de un acoso enemigo.

Estoy en una esquina observando mi retaguardia. Otros, que visten igual que yo, hacen lo propio en lugares cercanos. Todos, como esperando una nueva embestida de aquellos a los que ya puedo llamar enemigos. Enemigos, enemigos, enemigos. La falsa calma me lleva de nuevo a repasar un ajetreo que no llego a acertar en qué momento empezó. Ni siquiera sé qué soy.

En lo que esta falsa memoria es capaz de traer a esta esquina del lugar sin nombre, recuerdo una intensa lluvia y un firme angosto de barro. Una criatura humanoide de complejas proporciones llega raudo a donde me encuentro tumbado en el suelo y me propina una patada brutal en la cabeza. Mi cuerpo se desplaza por el golpe y me siento –porque acabo de despertar de no sé qué sueño y ya siento- incapaz de reaccionar. Una vez más, la fiera vuelve a acercarse al lugar en el que sangro dolorido. Me agarra del pelo –lo llevo largo y enmarañado- con una de sus fuertes garras y con la otra me sorprende una y otra vez a golpes en mi cara. En un acto desesperado cierro mis puños hundidos en el barro y percibo la rigidez de una roca. Con ella acierto al mentón de mi asesino y éste da con su cuerpo, que presumo ya cadáver, sobre el mío. Mientras hago por quitarme de encima su musculatura, asumo de mis brazos, torso y piernas, una forma similar, una anchura y dureza semejante a la del hombre que acabo de matar. Si acaso mi piel es más clara y mi frente, más poblada de pelo que la suya. A mi alrededor otros hombres o fieras se baten de igual manera e intuyo de todos que unos se parecen más a mí que los otros. Distingo cuáles son mis compañeros –mis primeros compañeros- y quiénes mis enemigos, mis primeros enemigos.

La lluvia, el cuerpo de hombres chocando y los rugidos del combate, conforman la música que acompaña a las palabras impronunciables que me ayudan ahora a estar alerta. La música hoy sigue siendo la misma aunque hayan cambiado los músicos y sus instrumentos. La misma música que me remonta de nuevo a la noche de los tiempos. A una noche de travesía con mala mar y bronces brillando en las manos.

De la playa a la que lentamente nos aproximábamos, un eco de silbidos eriza nuestras vastas pieles de guerreros de mar y tierra. Por segunda vez, había despertado de no sé qué letargo y me encontraba allí, entre otros hombres de guerra, que como yo, también sudaban desde el interior del yelmo, en mitad de una fría madrugada de mar. Estos hombres me miran y yo, que supongo los miro con la misma expresión de furia, miedo y muerte, me pregunto si ellos también provienen del mismo espacio vacío de todo; profundo de nada; y antes que eso, de matar en defensivo u ofensivo acto de combate; y antes que eso… antes que eso no quedan recuerdos.

Alguien, que pienso el líder de esta inmensa hueste embarcada en la misma embarcación en la que me encuentro y en todas –miles tal vez- que a corta distancia nos siguen, inicia, en lo que para mí es un nuevo ritual que se repetiría en recuerdos posteriores: el choque rítmico del escudo con la lanza. Desde la playa, los silbidos se vuelven más intensos. Estamos cerca de la orilla y una leve bruma distorsiona nuestra vista. El líder, como queriendo acometer pronto la arena que nos espera, alza su voz una y otra vez. Nos arenga y, la fiera que se aproxima a tierra firme, ruge muerte a la danza que se ocupa preparada en la arena.

La batalla ya ha comenzado: a mi lado caen agonizantes mis recién conocidos hermanos de sangre. Los que aún permanecemos con nuestra carne intacta, agachamos nuestros cuerpos y alzamos el escudo. La quilla de la embarcación horada los primeros metros de fondo. El general salta a tierra y todos lo seguimos. Después de un instante de silencio su grito ilumina los corazones de los que aún permanecemos tras él. La gran mayoría de nuestras naves ya han encallado en las frías arenas de la playa y al igual que mis compañeros de embarcación y yo, saltan voraces a tierra. Las flechas nos atosigan pero la voz del general nos hace cada vez más fuertes, más confiados. Por nuestro flanco izquierdo, quizá el más perjudicado, cierto desorden aconseja al general a mandar la primera acometida. De nuevo su voz es sola entre el silbido de las flechas y avanzamos a la orden de cargar.

Aún hoy no acabo de entender del todo por qué, a partir de ese crítico momento, mi recuerdo queda una vez más sumido en la nada. Todo es muy confuso. Más aún si considero que me encuentro agachado, saltando de esquina en esquina mientras las balas me persiguen. Vuelvo a estar en medio de la guerra. En medio de una extraña transmigración sin sentido. ¿Cuándo acabará todo esto? ¿Qué criatura soy si vago de lucha en lucha, sin conocer en lo más mínimo los colores de la bandera que ondea en mi retaguardia, sin saber más que los nombres, en los momentos oportunos, de las armas de las que me valgo en cada salto de batalla?

De todos los hombres que marchaban por delante de mí, cuento por cientos todos los que han caído durante la primera andanada de cañonazos y la orden de fuego de la primera línea de fusilería. Muchos, aún sin haber sido rozados por la mordiente sensación de la herida, gritan clamando a sus familiares más cercanos. Todas esas personas por las que aúllan quedan muy lejos de la nieve que pisamos y de las hileras de hombres que, frente a nosotros, como el reflejo cruel de un cristal, imitan nuestros movimientos. De los que aún permanecen en pie en las dos líneas que me anteceden, reciben la orden de permanecer agachados mientras mi línea avanza dos pasos hacia el frente. -¡Apunten!- Y encaramos nerviosos nuestros fusiles hacia aquellos que imitan el gesto. -¡Fue-go!- Y un trueno hace temblar la tierra que pisamos. Las trayectorias de las balas hacen impacto en ambos bandos por igual. Ya no existen más oportunidades para morir de mejor manera o para ser retirados del campo de batalla antes de que el hombre haya de encontrarse con el hombre, como han de acabarse siempre las batallas. -¡calen bayonetas!- Nos ordena con nerviosismo el capitán que sabe de lo inminente del choque. También él tendrá su turno en el festín de heridas infectadas por el acero de la humanidad menos humana. Ambos bandos cargamos al unísono.

Acierto al ensayar mi primera cuchillada mortal sobre el enemigo. Algunos de los que corrían a mi lado en la carga desviaron sus carreras tratando de esquivar la embestida que sobre mi lado, la caballería enemiga, sostiene e intensifica produciendo el caos y la muerte. Uno tras otro pasan montados, descargando con sus sables terribles cuchilladas que no llegan a herirme. Los caballos intimidan a la infantería a la vez que pisotean a los heridos tendidos sobre la nieve de ambos bandos. Aquellos que huyen son atravesados por la espalda sin la más mínima muestra de piedad. Sin duda, estamos siendo derrotados. Nuestro mariscal de campo y su séquito de oficiales abandonan el campo de batalla colina arriba. A los pocos que seguimos luchando por nuestra supervivencia, con el deseo de que seamos una entidad insignificante para que decidan capturarnos como prisioneros, nos batimos con frenética locura.

De repente siento ya más frío en el cuello que en mis pies casi desnudos sobre la nieve. Toda mi visión es roja: mis manos son rojas, el enemigo que me acosa, también es rojo. Debo estar muerto. Debo estar muerto: una mera ilusión, acaso un espejismo de oasis que aún no he tenido la suerte de conocer.

Hemos hecho fuerte en este edificio de la esquina, la intensidad en el intercambio de disparos ha disminuido sin otro motivo aparente que el cansancio. Algunos de nosotros quedan apostados en las ventanas que dan a la avenida de aproximación más peligrosa. Los demás, los que menos, nos sentamos en el suelo de la primera planta para amunicionar nuestras armas de muerte, y nuestra vida, de breves alimentos deshidratados. La sombra de la que disfrutamos choca con nuestro cuerpo que lleva horas expuesto al sol punzante de este lugar. Intercambiamos algunas palabras que no consiguen expresar nada más allá del miedo y de la ira; vocalizamos mal nuestros nombres entre órdenes y consejos. El mío, como siempre, es un impacto de la voz en el aire que todos comprenden y pronuncian menos yo que me limito a identificarlo por la costumbre.

Sin ser el mismo el edificio ni mismas las personas, el recuerdo, que es algo así como la distancia entre unos hechos y otros sin importar el sentido en el que viaja, me dibuja vigilante en una ventana de otro lugar, de otro tiempo. Junto a mí, en la pared del fondo de la habitación, se encuentran tres compañeros circunstanciales; uno de ellos ya está completamente muerto, con la mitad del torso irreconocible por el impacto de algún tipo de explosivo; otro de ellos sufre otra herida atroz en la cara y sangra por los oídos; el tercero llora, al igual que yo. No sé qué nos pudo pasar momentos antes de haber encontrado este último refugio que más bien es una tumba. Supongo que somos rezagados de la fuerza en repliegue que abandona este pueblo sin la esperanza de poder seguir en su defensa. Desde la ventana se me antojan demasiadas las calles sitiadas por el enemigo las que debemos atravesar para poder escapar de una muerte segura. Uno de mis compañeros, el que llora, tras descargar una oración inicia una letanía de nombres que pienso pertenecen a miembros de su familia. Su retahíla se hilvana una y otra vez; es el sonido que junto a esporádicos disparos y explosiones conforman la banda sonora de esta guerra. Jamás supe su nombre como tampoco sé que sería de aquel compañero herido. Como tampoco imagino qué tipo de animal devoraría el feo cadáver del hombre cuya voz me negó la muerte y esta extraña existencia.

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